Siempre flotaban en el aire los perfumes de los dulces de leche y nuez que hacía mi abuela, los de sus conservas y mermeladas, los del tomillo y el epazote que crecían en macetas en el jardín, y más recientemente los de naranjas, azahares y miel.
Había dos ángeles en la familia, además del niño, que era yo. Cuando mi mamá hablaba de mí, decía como disculpándose: éste es el niño. O es el pilón.
Comprar terrenos y empezar de cero en otro lugar. En el pujante Monterrey. Sin embargo, en la intimidad y la inmediatez que proporciona dormir hombro con hombro, Beatriz le había dicho: Francisco, ya duérmete.
No sé su hay que tener mi edad para entender que a las mujeres uno nunca termina de entenderlas. Creo que existe un laberinto exclusivo de ellas y que a los hombres se nos permite atisbar desde afuera cuando ellas quieren, cuando nos invitan.