A menudo se usa la historia como una serie de cuentos morales para aumentar la solidaridad de grupo o, cosa más defendible, según mi punto de vista, para explicar el desarrollo de instituciones importantes como los parlamentos y conceptos como la democracia y de ese modo la enseñanza del pasado se ha convertido en algo fundamental a la hora de debatir la forma de inculcar y trasmitir valores. El peligro es que ese objetivo, que puede ser admirable, acabe por distorsionar la historia, ya sea convirtiéndola en un relato simplista en el cual sólo hay blanco y negro, o bien representándola como si todo tendiese hacia una sola dirección, ya sea el progreso humano o el triunfo de un grupo en particular. La historia explicada de este modo aplana la complejidad de la experiencia humana y no deja espacio para las distintas interpretaciones del pasado.