Oskar cumplía treinta y siete años, y acababa de abrir una botella de coñac. Sobre su escritorio había un telegrama de una planta de montaje de armamentos situada cerca de Brno. Decía que las granadas antitanques de Oskar estaban tan mal hechas que no soportaban uno solo de los controles de calidad. Estaban mal calibradas, y estallaban durante los ensayos porque no habían sido templadas a la temperatura adecuada. Oskar parecía extasiado con el telegrama. Lo empujó hacia Stern y Pemper para que lo leyeran. Pemper recuerda que dijo una de sus extravagancias: —Es el mejor regalo de cumpleaños que podía haber recibido. Ahora sé que mis productos no pueden matar a ningún pobre infortunado.
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