—Me voy a morir de amor —dije riendo una tarde que caminábamos mojando los pies en el agua tibia. En mi miedo de siempre la muerta era yo y hasta me parecía romántico dejarlo con la ausencia, inventando mis cualidades, sintiendo un hueco en el cuerpo, buscándome en las cosas que tuvimos juntos. Muchas veces imaginé a Carlos llorándome, matando a Andrés, enloquecido. Nunca muerto. Horas pasaba en Acapulco mirando al mar, con la mano de Alonso sobre una de mis piernas y recordando a Vives: —Nadie se muere de amor, Catalina, ni aunque quisiéramos —había dicho.